jueves, 31 de mayo de 2007

Soledad


Cabalga solo entre las dunas del desierto.
Su montura lo lleva al galope hacia un horizonte de agonía y de castigo, de dolor y de pena sin cuento. Así pues ¿por qué apresurarse?
Un tirón de riendas y el caballo refrena su marcha. Un dolor oprime su pecho, justo donde debiera estar el corazón que decidió un día arrancarse.
Agotado y sediento, el caballero se encorva sobre la silla, acuciado por su conciencia y sus recuerdos. De nada sirve la espada contra este tormento.
Tal vez haya, sin embargo, un medio de apaciguar el dolor que lo consume. La vorágine de una población, repleta de almas alegres y despreocupadas, pondrá quizás freno a su sufrimiento, o le hará al menos olvidarlo por un tiempo.
El caballero se lanza al galope en busca de una ciudad donde ahogar su pena.

viernes, 25 de mayo de 2007

Lucha


Esta vez sí. No cabe duda.
La superficie del lago refulge como plata líquida iluminada por el sol. Llega hasta la orilla, se saca el negro yelmo, con ambas manos coge un poco de agua y, justo cuando sus labios van a rozar el líquido elemento, una voz imperiosa clama:
- ¡Deteneos!
El caballero deja que el agua fresca discurra entre sus dedos para regresar después al lago. Alza la cabeza para contemplar a aquel que lo ha interrumpido, y hete aquí que encuentra la imponente figura de un caballero de brillante armadura, montado en un brioso corcel de un blanco inmaculado.
- ¡No beberéis d’esta agua! ¡No gozaréis de la sombra d’estas palmeras, pues este lugar yo lo guardo, y sólo a mi señora corresponde decidir quien aquí puede descansar.
De algún modo, el caballero sabe a qué señora pertenece el lago, a qué dama sirve el gallardo jinete.
Por toda respuesta, recoge su yelmo y se lo cala en la cabeza. Agarra la empuñadura de su espada, y con un suave silbido la extrae de su vaina. Su hoja luce como nueva, y las palabras de su filo aparecen rojas como la sangre.
El jinete lanza a su caballo al galope hacia el caballero. Tiembla el suelo bajo los pies del animal, la atmósfera es densa y pesada. Cada vez está más cerca. El caballero se pone en tensión, pero permanece quieto. Justo cuando los cascos del desbocado animal van a aplastarlo, el caballero percibe que el tiempo refrena su carrera. Es consciente de todo cuanto le rodea, desde el más pequeño grano de arena, hasta el suave baile del viento entre las dunas.
Con un movimiento rápido y preciso se echa hacia un lado, y mientras da un elegante giro, lanza un tremendo tajo al pecho del jinete, que sale despedido de su montura y cae al suelo con estrépito.
Está aturdido y desarmado sobre el polvo del desierto. Está en sus manos. El caballero se aproxima al jinete y pausadamente, deleitándose, aprieta su bota contra la garganta del guerrero. Con la punta de su espada alza la visera del yelmo y descubre un rostro ensangrentado y desencajado por el dolor. Tras fijar en la memoria su expresión de derrota y miedo, el caballero alza la espada y clava la punta con fuerza en la garganta del guerrero, que con un gorgoteo siniestro exhala su último aliento. Limpia con parsimonia el filo de su espada en la nívea capa del jinete.
Satisfecho, el caballero da media vuelta para saciar al fin su sed, pero descubre con horror que el lago se ha secado.
Sube de un salto en el caballo del vencido y se aleja al galope mascullando maldiciones.

lunes, 21 de mayo de 2007

Oasis


Que terrible sed, que insufrible agonía.
Horas de marcha sin descanso, con una vieja espada oxidada por cayado, sin consuelo ni esperanza, caballero deshonrado en busca de la muerte.
De pronto, surge de entre los engañosos espejismos del horizonte una trémula imagen. Al acercarse, el caballero comprueba que se trata de un oasis. Se siente embargado por la felicidad. Después de todo, aún puede haber esperanza. Corre raudo hacia la sombra de las palmeras, hacia el frescor de una charca, pero lo que encuentra es algo muy diferente.
Una joven, una solitaria joven llora desconsoladamente junto a un bulto oscuro. Es el cadáver de un hombre, de un guerrero.
El caballero se aproxima y observa detenidamente el cuerpo. Le gusta su armadura, acero negro como la noche.
Pero no, aún lloran por el cadáver. ¿Y qué? A fin de cuentas el muerto no se va a quejar y la muchacha... que lo intente, su nueva espada aún no ha recibido su bautismo.

El caballero se aleja pausadamente del oasis. Cubierto por la reluciente armadura, parece de nuevo un temible guerrero. Vuelve a sentir su peso, pero también su fuerza. En el oasis, dos cuerpos abrazados yacen inertes bajo el sol del desierto.
Pero el caballero sigue sediento.

viernes, 18 de mayo de 2007

La Espada


Tropieza y cae al suelo.
Algo estorba su camino. Sus pies, agrietados por el calor, han chocado con algún objeto, que yace semienterrado por la arena.
Un destello de curiosidad se ilumina en la agotada y delirante conciencia del caballero. Se deja caer y con ambas manos escarba ansioso el suelo polvoriento. No es fácil, duele, pero eso no detiene al caballero, que cada vez con más avidez araña la tierra.
Poco a poco descubre lo que parece la empuñadura de una espada, firmemente clavada en la tierra. Tiene grabados extraños símbolos, apenas visibles, desgastados por el viento cruel del desierto.
Hace tiempo debió haber sido hermosa.
No obstante, la espada del caballero ha quedado atrás, junto con su armadura, y ahora reposa olvidada en algún lugar de ese árido paraje.
Y siempre es necesaria una espada.
Agarra con ambas manos la empuñadura y tira con todo el peso de su cuerpo. Pero la espada no se mueve. Concentra todas sus fuerzas. La espada ha de salir, pero está firmemente clavada y él demasiado débil.
Entonces el caballero toma fuerzas del único lugar posible. Su ira crece al tiempo que fija en su cabeza el recuerdo de un lejano castillo, de un oscuro salón. Un fuerte tirón y el caballero cae hacia atrás. Mas en su mano tiene la espada.
Ahora puede verla entera. La hoja carcomida y oxidada, dos palabras grabadas a fuego, una en cada lado: Setriemeiton, Gavenaz. El caballero desliza absorto la mano por el filo, tratando de descubrir su significado. Entonces siente un latigazo de dolor. Sangre en sus manos.
Cuidado, todavía está afilada.
Y prosigue su camino, apoyándose en la espada.

viernes, 11 de mayo de 2007

Caída


Toda la noche a galope tendido. Su montura exhausta. El caballero en un duermevela continuo, incapaz ya de distinguir realidad y fantasía. Ahora trota por un páramo azotado por el viento y por un sol implacable.
En su delirio, se mezclan recuerdos, anhelos, frustraciones y pasiones secretas. Lo mejor y lo peor de su ser se dan cita en este caótico baile de imágenes. Rememora triunfos y fracasos, batallas, gestas gloriosas, retiradas honrosas, alegrías y pesares. Pero una imagen permanece inmutable en su retina. Es un ángel, pero un ángel oscuro, bello como ninguno, altivo y poderoso.
El caballero sacude la cabeza. El yelmo le estorba, no le deja respirar. De un tirón se lo arranca y lo arroja lejos. Su caballo flaquea. Niepamiel lleva horas sin descansar, sin reponer fuerzas, y ahora es un rocín flaco y sin brío. Dobla las patas delanteras y cae. El caballero se ve arrastrado en su caída hasta el suelo polvoriento y duro.
Se arrastra ahora, alejándose del cadáver del fiel animal. Su otrora brillante armadura plateada está ahora cubierta por el polvo y el fango del camino, abollada por los golpes y la última caída.
Hace mucho calor. El caballero consigue ponerse de rodillas. Así será más fácil quitarse la armadura, que ahora no hace sino agobiarle. Los guanteletes, la coraza... todo lo que un día fue armadura es ahora un montón de metal gastado por la arena y el sol. El soplar del viento entre las rendijas de la abandonada armadura, compone una siniestra melodía de soledad, muerte y desesperación.
A lo lejos, un hombre, que un día fue caballero, camina paso a paso hacia el lejano horizonte.

viernes, 4 de mayo de 2007

Reflexión


Junto a un límpido arroyo detiene su galope. El claro sonido del agua, los destellos del sol en su superficie, tranquilizan por fin el ánimo del caballero. Se agacha y apaga la sed abrasadora que lo consume.
A la sombra de un anciano roble se recuesta para reposar, mas al hacerlo, le alcanzan nuevamente los recuerdos de los que con tanto encono trata de escapar, y con ellos regresan el dolor, la impotencia... la ira. Sabe que no puede regresar, no así, derrotado y patético, tal como marchó. Sin embargo, su corazón queda en el castillo. Reflexiona el caballero. Sólo una opción parece posible. Si su corazón desea permanecer en el castillo, que así sea.
Anochece cuando el caballero, o acaso una sombra de lo que fue, galopa de nuevo, alejándose a lomos de su caballo del castillo, de la dama... de su corazón.

Huída


Ensilla su caballo con rapidez. Asegura con fuerza las correas y comprueba los estribos.
De un salto monta su poderoso corcel, negro como el odio que anida en su corazón, ágil y veloz como el viento de la mañana. A lomos de Niepamiel espera el caballero escapar de los recuerdos que lo persiguen, aves de rapiña de su conciencia.
En el patio oscuro se escucha el trote de un caballo. Atraviesa la reja del castillo y salva el foso, ahora seco y erizado de estacas.
Vuelve la vista el caballero, al tiempo que la reja cae pesadamente, como el hacha impía de un cruel verdugo sobre el condenado, cortando de un solo y certero tajo cualquier esperanza de retorno.
Alza entonces la mirada y en lo alto, entre las escarpadas almenas, le parece distinguir una oscura y esbelta silueta, ángel negro custodiando la impenetrable fortaleza.
Un tirón de riendas, un pinchazo en las grupas de su montura y el caballero se aleja en un galope furioso hacia un destino incierto.
Una lágrima, pequeña y brillante como una estrella, surca la mejilla de un rostro de inmaculada belleza al tiempo que el jinete se pierde en las brumas del amanecer.