martes, 23 de diciembre de 2008

Lobos

El agudo golpeteo de la lluvia en su rostro magullado devuelve la consciencia al caballero. Con gran esfuerzo entreabre sus puños, sólo para cerrarlos de nuevo presa de una rabia sorda que trepa por todo su ser. Ha dejado que la sorpresa y el pánico hagan mella en él y sus heridas son justo pago a su cobardía. No debe repetirse, pase lo que pase…

Quedas pisadas sobre el suelo enfangado del bosque lo ponen sobre aviso. Fieros ojos amarillos por doquier. De la espesura surgen las negras figuras de los lobos. Colmillos afilados como la mejor de las espadas, garras como puñales del mejor acero.
El caballero no siente miedo, no por esto. No teme a la muerte pues nada hay que temer de la Negra Señora. Con calma extrae su espada de la vaina y un relámpago arranca destellos de plata de su filo. El viento sopla con fuerza, haciendo danzar las ramas de los árboles, las sombras del bosque, figuras transformadas por la tormenta en funestos presagios de muerte.

Se siente sin fuerzas para levantarse. Apoya su espalda contra un tronco y se apresta a vender cara su vida. Al menos acabará con un par de lobos antes de morir, y morirá luchando.

Los lobos no son como las personas, ignoran la justicia, no conocen el significado del honor. Se lanzan todos a un tiempo hacia la postrada figura del caballero, dispuesto a acabar de una dentellada con cualquier atisbo de esperanza. En verdad, piensa el caballero con sorna, en este perro mundo abundan los lobos.

Un terrible mandoble y el primero de los canes sale despedido, el lomo abierto por un profundo tajo. No está muerto. Se lanza rabioso a por su presa que de un nuevo golpe acaba ahora si con otro lobo. Pero está agotado y no logra evitar que una de las fieras alcance a morder salvajemente el antebrazo derecho. Con un alarido, el caballero suelta la espada, pero de un fuerte puñetazo logra desembarazarse del lobo.
Ahora está desarmado. Frente a él, hasta cinco lobos lo observan con fiereza, prestos a abalanzarse sobre él.

Una sombra se interpone de pronto entre ellos y el caballero. Alguien ha recogido su espada y la blande ahora ante sí, presto a enfrentarse a los lobos que se muestran vacilantes ante esta nueva amenaza. Un relámpago. Una melena agitada por el viento.
Un destello rubio como el oro en medio de la noche.

Lluvia

Se da la vuelta a trompicones y emprende una huída desenfrenada. Nada le importa ya, sino alejarse cuanto antes de la joven. Las ramas arañan su rostro, desgarran sus ropas, hieren sus brazos. Las retorcidas raíces de los árboles lo hacen tropezar una y otra vez, entorpecen su camino. Una nueva caída, un latigazo en el tobillo. El suelo aproximándose a toda velocidad. La cabeza golpeando con ruido sordo contra una roca. Una calidez ya conocida deslizando por la frente, llegando a la sien.

Oscuridad…

Un gran salón inundado de luz. El sonido de una risa juvenil. Correteo de ligeros pasos sobre baldosas de mármol de color esmeralda. Blancas columnas tras las que una joven pareja forcejea en enconada lucha que es también baile agitado. El joven se impone finalmente y silencia la alegre risa al unirse a la joven con un tierno beso. Por unos instantes se hace el silencio en el gran salón…

La lluvia golpea insistentemente las hojas de los árboles, interpretando una oscura melodía que acalla cualquier otro sonido. En medio de la espesura, el caballero yace inconsciente, la sangre corriendo por pequeños riachuelos que la lluvia comienza a formar.

Un aullido rasga el aire…

La Joven

Corre raudo guiado tan sólo por un lejano llanto. Sortea con la ayuda de su fiel espada las ramas de los árboles que lo rodean. El bosque aparece de pronto umbrío y siniestro, nada que ver con la luz que lo inundaba hace tan sólo unos instantes. Una negra nube cruza la mente del caballero, un oscuro presentimiento que lo impulsa a detenerse bruscamente. Ante sí vislumbra un claro. Cauteloso, evita algunas ramas más hasta que descubre el origen del triste sollozo.

Una joven yace en el centro del claro, a la orilla de un arrollo cuyas aguas tranquilas reflejan un rostro hermoso, unos ojos azules como el cielo surcados por lágrimas que al caer forman pequeñas hondas en la límpida superficie del agua.
Un destello junto a la joven atrae la atención del caballero. Algo que no alcanza a distinguir brilla con intensidad inusitada, cegando por momentos al caballero. La joven, que no ha reparado en su presencia, se quita con parsimonia la diadema que recoge sus dorados cabellos y la mira con ternura. Con un gesto de infinita tristeza, deposita ésta a sus pies y rasga con decisión una parte de su vestido.

Con la determinación grabada a fuego en su rostro recoge el objeto que brilla a su lado y con un fuerte nudo lo sujeta a su muslo inmaculado. Un hilillo carmesí desciende hasta sus gráciles tobillos. El caballero no puede evitar retroceder espantado. Ese objeto que la joven ahora oculta bajo la tela de su vestido, ese que brillaba como el sol, es un fragmento de espada, una hoja afilada y fría que el caballero conoce bien.

El Bosque

Pasea por el bosque protegido sólo por su espada. La armadura queda en el castillo, pero la mañana es tranquila y luminosa y entre los árboles sólo algunos animalillos acompañan al caballero. Camina rozando con la yema de los dedos la nudosa corteza de los troncos, aspirando el aroma de las flores, recreándose en el canto de los pájaros.

Llegado a un claro del bosque el caballero se deja caer en el centro del mismo. La tupida hierba amortigua su caída y de pronto se ve sumergido en un mar de flores de todos los colores. Cierra los ojos embargado por una curiosa sensación.
Siente en su interior el baile de las briznas de hierba, el correteo de la hormiga más pequeña, el vuelo majestuoso de un águila allá en lo alto, el lejano rumor de un arrollo… Se siente en perfecta unión con todo, se siente tranquilo, se siente en paz.

A punto está de caer en un profundo sueño cuando un sonido que no acierta a identificar lo devuelve a la realidad. Se incorpora un poco al tiempo que abre los ojos. En un extremo del claro, bajo la sombra de algunos árboles, un joven ciervo lucha por liberarse de un arbusto en el que han quedado enredadas sus imponentes astas.

Hacia él se dirige el caballero, que en un primer impulso dirige su mano hacia la empuñadura de su espada. Pero no, hoy no. Llega hasta el animal que observa nervioso al extraño. Con un susurro el caballero lo tranquiliza y con manos hábiles lo libera de su cautiverio.

Hombre y animal permanecen unos instantes mirándose, examinándose con atención y entonces, de un salto, el ciervo desaparece entre la maleza. El caballero dirige su mirada en la dirección en que ha ido el ciervo y escucha un sonido muy tenue que difícilmente llega a reconocer.

Un llanto.

miércoles, 9 de abril de 2008

El Combate

Por la estrecha rejilla del yelmo apenas si alcanza a vislumbrar a su enemigo, que se yergue enorme y terrible ante él, con su gran espada manchada con la sangre del caballero, que yace herido a sus pies.
Miles de imágenes se agolpan en su cabeza. Pensamientos que atrapa en el torbellino de su mente, pero un impulso se abre paso con fuerza y llena de energía todo su ser. Todos los sonidos, el clamor de la gente, el sonido del viento que sopla implacable sobre el llano… han quedado apagados por la respiración del caballero, por los furiosos latidos de su corazón. No morirá como un perro, tirado sobre el fango a merced de su enemigo.
Con un supremo esfuerzo, y ayudándose con su espada, el caballero se incorpora, ante la atónita mirada de su rival y de todos los que presencian el combate que ya daban por finalizado. Poco a poco se va enderezando, la cabeza gacha, una mano en el profundo corte del costado. Con un último gesto, casi teatral, el caballero alza la cabeza y clava su mirada en los ojos de su rival, que retrocede presa de un profundo temor.
Sin embargo, el caballero no lucha contra un cobarde, así pues éste pronto recobra el dominio de su ser y se apresta de nuevo a la lucha.
Las espadas se alzan de nuevo y la lucha se reanuda. Ambos son luchadores consumados, expertos guerreros curtidos en mil batallas. El verde oscuro de la sobrevesta del caballero, en cuyo pecho ruge orgulloso un león dorado, contrasta y se mezcla en la mortal danza con el negro azabache de su rival. Tras largo rato de intercambio de golpes, el caballero acierta por fin de un tremendo mandoble a desarmar a su rival que al retroceder cae al suelo con estrepito. Al instante se encuentra con la punta de la espada del caballero sobre su pecho.
La multitud que rodea a los contendientes ruge de excitación, y clama por la muerte del derrotado. El caballero se quita el yelmo, quiere que su enemigo vea su rostro. Con ambas manos alza su espada, un extraño brillo cruza su mirada, y de pronto, con suave gesto, la devuelve a su vaina, y sin mirar atrás se da media vuelta y abandona la arena. Un heraldo lo proclama con voz solemne campeón del torneo entre los vítores de la multitud.

Caballero de la Luz

El caballero se arrodilla una vez más, pero esta vez lo hace para jurar vasallaje a su nuevo señor y a la causa que representa. Se convierte en Caballero de la Luz, y como tal es armado en una ceremonia sencilla que tiene lugar en ese mismo momento.
Tras ser tocado en el hombro por la espada de su señor, el caballero se incorpora y a una orden de éste se da la vuelta. Ante sí, dos jóvenes pajes le ofrecen las piezas relucientes de una armadura plateada como nunca se ha visto otra, de apariencia liviana y elegante, con finos grabados de oro.
Con la ayuda de los dos escuderos, el caballero se coloca su nueva armadura, que encaja a la perfección en su cuerpo. Comprueba sorprendido que ésta es más ligera de lo que hubiera podido soñar y que le permite una libertad de movimientos increíble. Le entregan finalmente el yelmo, que le cubre totalmente el rostro, dejando únicamente una rendija para los ojos.
- Daos ahora la vuelta.
Así lo hace el caballero, deslumbrante a la luz del mediodía y se encuentra de nuevo cara a cara con su anciano señor, que lo mira complacido.
- Ahora volvéis a parecer de nuevo un caballero, pero ningún caballero lo es del todo… hasta tener una espada –al decir esto y con un rápido ademán extrae de entre los pliegues de su túnica una gran espada enfundada en una vaina verde con bellos relieves y se la tiende de forma solemne al caballero.
Éste se aproxima, y su mano temblorosa por la emoción se torna firme y segura al cerrarse en torno a la dorada empuñadura de la espada. Un agudo silbido y la hoja reluce ante su rostro. Bajo la luz ésta se aprecia de un blanco inmaculado mas al examinarla con atención aparecen multitud de matices que dejan absorto al caballero. Mil destellos de otros tantos colores habitan en su hoja, que parece tener vida propia. Lanza un par de tajos al aire y el filo danza con el sonido de la lucha. La espada es también muy ligera.
El caballero está ensimismado en sus pensamientos cuando la voz del anciano lo interrumpe.
- Al fin volvéis a sentiros completo. La armadura y la espada forman parte de vos al igual que la tinta y la pluma del escritor, igual que el arco y las flechas del arquero, igual que el compás y la plomada del constructor. Sois todo uno. Sois de nuevo y para siempre, Caballero de la Luz.

viernes, 22 de febrero de 2008

Decisión

Cada una de las palabras del anciano ha sido un latigazo restallando en la conciencia del caballero, el filo de una espada recorriendo su corazón, pugnando por reabrir viejas heridas que ni siquiera han cicatrizado.

Imágenes de un salón oscuro, de un ángel silencioso y cruel, desierto, sed, búsqueda, lucha, huída, más lucha, horror y vergüenza… ¡Basta! ¡Es suficiente! ¡Hora es ya de acabar con tanto sinsentido!

El caballero dejó de ser tal hace mucho, dejó de serlo en el momento en que, despechado, huyó como una rata asustada. Un caballero se enfrenta a sus temores. Un caballero no rehúye la lucha. Luchará ahora por recuperar el honor perdido, por volver a ser un hombre completo.

Será de nuevo un Caballero.