miércoles, 27 de junio de 2007

El callejón


A duras penas logra avanzar a lomos de su caballo entre la multitud que lo rodea. Voces, gritos en toda lengua conocida y aún en alguna otra, el aroma de especias de lejanas tierras, el recalcitrante hedor a humanidad, sudor e inmundicia adheridos a la piel a partes iguales, hiriendo como afiladas dagas los sentidos del caballero.
Hidalgos y pícaros, ricos mercaderes y miserables mendigos, viudas y prostitutas, todos mezclados en caótica amalgama que aturde y desorienta.
Tratando de escapar, de refugiarse de tamaña vorágine, el caballero da con un estrecho y oscuro callejón, donde sólidos muros de piedra amortiguan el murmullo incesante de la ciudad. Desmonta el caballero y se deja caer contra la pared a fin de reponer fuerzas. El viaje a sido duro pero ha llegado al fin a buen término.
Reflexionando está el caballero cuando unos pasos que pretenden ser sigilosos lo devuelven a la realidad. En ambos extremos del callejón se perfilan sendas parejas de hombres de dudoso aspecto. Se aproximan al caballero que permanece recostado y uno de ellos, con voz ronca dice:

- Salud y buenos días tenga vuesa merced.

El caballero permanece en silencio y esto parece irritar al truhán.

- ¿Acaso no habéis escuchado? ¡Os he saludado y exijo que se me devuelva el saludo!

Silencio. La mirada del extraño se dirige cargada de codicia hacia la bolsa de cuero que adivina colgada de la silla del corcel.

- Sea pues, si esto es lo que queréis. Mi honor exige satisfacción.

Alza entonces el caballero la mirada. Ojos de lobo hambriento, fríos como el hielo que destella en las cumbres de las más crueles montañas. Ojos acerados que paralizan al extraño. Una voz profunda y oscura, grave y apenas perfilada en un torvo murmullo:

- Vos no tenéis honor.

Como un rayo el caballero se incorpora y con el mismo movimiento con el que desenfunda su negra espada decapita limpiamente al forajido. El cuerpo aún permanece en pie durante unos instantes, pero finalmente se desploma con un ruido sordo. Los tres compañeros del finado, lejos de retroceder, se lanzan a un tiempo contra el caballero. Éste se agacha como un felino esquivando así la primera acometida y con una certera estocada atraviesa el corazón de uno de los bandidos. Se incorpora ahora y tras detener sin dificultad un tajo dirigido con muy malas intenciones hacia su estomago, dibuja al segundo de los bandidos una nueva sonrisa de carmesí encendido, aunque algo más abajo que la original. El tercero cae atravesado de parte a parte cuando ya se disponía a huir.

El caballero escupe todo su desprecio sobre uno de los cadáveres y tras limpiar su espada con esmero, se aleja del oscuro callejón, llevando de la brida a su caballo.