martes, 23 de diciembre de 2008

La Joven

Corre raudo guiado tan sólo por un lejano llanto. Sortea con la ayuda de su fiel espada las ramas de los árboles que lo rodean. El bosque aparece de pronto umbrío y siniestro, nada que ver con la luz que lo inundaba hace tan sólo unos instantes. Una negra nube cruza la mente del caballero, un oscuro presentimiento que lo impulsa a detenerse bruscamente. Ante sí vislumbra un claro. Cauteloso, evita algunas ramas más hasta que descubre el origen del triste sollozo.

Una joven yace en el centro del claro, a la orilla de un arrollo cuyas aguas tranquilas reflejan un rostro hermoso, unos ojos azules como el cielo surcados por lágrimas que al caer forman pequeñas hondas en la límpida superficie del agua.
Un destello junto a la joven atrae la atención del caballero. Algo que no alcanza a distinguir brilla con intensidad inusitada, cegando por momentos al caballero. La joven, que no ha reparado en su presencia, se quita con parsimonia la diadema que recoge sus dorados cabellos y la mira con ternura. Con un gesto de infinita tristeza, deposita ésta a sus pies y rasga con decisión una parte de su vestido.

Con la determinación grabada a fuego en su rostro recoge el objeto que brilla a su lado y con un fuerte nudo lo sujeta a su muslo inmaculado. Un hilillo carmesí desciende hasta sus gráciles tobillos. El caballero no puede evitar retroceder espantado. Ese objeto que la joven ahora oculta bajo la tela de su vestido, ese que brillaba como el sol, es un fragmento de espada, una hoja afilada y fría que el caballero conoce bien.

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